Se quedaba estupefacto mirando fijamente la entrada de ese antro, con una sensasión ambigua de calidez hogareña e incomodidad de baño público. Ese rito le otorgaba cierta esperanza de que, al repetir paso a paso los acontecimientos de ese momento único que le devolvió la vida, ella volvería a entrar por la misma puerta y al mirarlo a los ojos todo volvería a estar bien.
Le tomó muchísimo tiempo darse cuenta que lo había hechado a perder por completo. Demasiado. Jamás quiso admitir la posibilidad de que nunca más volvería a verla. No llevaba la cuenta, pero algo era seguro: otra de las nuevas vidas que había inventado se había escurrido de sus manos, y la necesidad de volver a lo más cercano que poseía a un hogar comenzaba a hacerse un lugar en su pecho. Suponía, como era usual, que ahora sólo restaba resistir una hora de insultos por teléfono a larga distancia a cambio de alojamiento en casa de su hermana, que reiteradas veces lo recibió con los brazos abiertos y los puños cerrados.
Resolvió llamar a su tierra natal también un sábado a la noche. Ebrio y solo en el mismo sitio, vió entrar a quien esperaba hace tiempo. Él no pensaba encontrarla, por supuesto, de la mano de otra persona, sonriente y tan llena de vida. Aquella que una vez le perteneció y llenó su vida de orgullo, ahora pertenecía a otro. La mezcla de ira, tristeza y alcohol lo impulsó al ataque del nuevo enemigo, y se disipó recién horas más tarde cuando estaba en su departamento, con la cara convertida en una sopa de sangre y lágrimas que manchaban su teléfono inalámbrico.