La espera

Publicadas por A.Cid
    ¿Por qué seguía frecuentando ese lugar? La pregunta retumbaba sin pausa en su cabeza. Ya hacía varias horas que su mente vagaba por mil lugares excepto la realidad. Cada sábado iba allí a realizar su ritual: sentado en la misma mesa, pedía una y otra vez lo mismo para beber.

    Se quedaba estupefacto mirando fijamente la entrada de ese antro, con una sensasión ambigua de calidez hogareña e incomodidad de baño público. Ese rito le otorgaba cierta esperanza de que, al repetir paso a paso los acontecimientos de ese momento único que le devolvió la vida, ella volvería a entrar por la misma puerta y al mirarlo a los ojos todo volvería a estar bien.

    Le tomó muchísimo tiempo darse cuenta que lo había hechado a perder por completo. Demasiado. Jamás quiso admitir la posibilidad de que nunca más volvería a verla. No llevaba la cuenta, pero algo era seguro: otra de las nuevas vidas que había inventado se había escurrido de sus manos, y la necesidad de volver a lo más cercano que poseía a un hogar comenzaba a hacerse un lugar en su pecho. Suponía, como era usual, que ahora sólo restaba resistir una hora de insultos por teléfono a larga distancia a cambio de alojamiento en casa de su hermana, que reiteradas veces lo recibió con los brazos abiertos y los puños cerrados.

    Resolvió llamar a su tierra natal también un sábado a la noche. Ebrio y solo en el mismo sitio, vió entrar a quien esperaba hace tiempo. Él no pensaba encontrarla, por supuesto, de la mano de otra persona, sonriente y tan llena de vida. Aquella que una vez le perteneció y llenó su vida de orgullo, ahora pertenecía a otro. La mezcla de ira, tristeza y alcohol lo impulsó al ataque del nuevo enemigo, y se disipó recién horas más tarde cuando estaba en su departamento, con la cara convertida en una sopa de sangre y lágrimas que manchaban su teléfono inalámbrico.

El llamado

Publicadas por A.Cid
    -- K-Kat... ¿Kat? Soy yo, Niko -balbuceó luchando contra el retardo de la línea.
    -- ¿Niko? ¡Maldito hijo de puta! ¿Dónde te habías metido en todo este tiempo?

    No era la primera vez que él desaparecía sin dejar rastros...

    -- Estuve ocupado. Hice... cosas.
    -- ¡No has llamado en más de un año! ¡Imbécil, no te importa nada más que tu vida! -rugió ella.

    Ella tenía razón, un año es muchísimo tiempo.

    -- Sabes que no es así, Kat, pero-
    -- ¡Sin peros, Nikolai! ¡Siempre haces lo mismo! Te vas por meses y no me diriges la palabra. ¿Apareces un día y esperas que te invite a cenar? ¿Que te espere con animales de peluche? ¿O acaso necesitas que te siente en mi regazo y te diga que todo va a estar bien? -interrumpió furiosa.

    El encono era el estado anímico por defecto de Katerina, y también una de las tantas maneras en que expresaba su cariño por su hermano menor. Conociéndola, sólo le duraría unos instantes, o como mucho, unos días.

    -- Perdón, hermana. Sabes que no es adrede. Yo no-
    -- Cállate bastardo. ¡No quiero oir tu voz! -volvió a interrumpir, tan fuerte como para distorsionar la voz en el teléfono-. ¡Es la tercera vez que haces esto!

    Excepto cuando él mete la pata lo suficientemente hondo.

    -- L-la quinta, en realidad.

    -- ¡Vete a la mierda Nikolai! ¡Vuelvo a verte y te parto la cara! ¿Entendiste?

    Y esta vez metió la pata hasta las narices. Quizás la rabia le dure bastante más tiempo.

Volver a casa

Publicadas por A.Cid
    Ya estaba acostumbrado a las miradas ajenas. Su comportamiento en sociedad dejaba bastante que desear, y jamás hacía ningún esfuerzo por integrarse a ella. Ese viaje no era la excepción. Sus gigantescos auriculares lo alejaban de la normalidad, mientras agitando la cabeza al ritmo del ruido cuasi-tribal que llamaba música, escrutaba las luces nocturnas de la ciudad por la ventanilla. Tampoco le preocupó si el hombre de traje que se sentaba a su lado se molestó cuando corrió a dejar su almuerzo en el espantoso cubículo móvil donde uno hace su porquería en los aviones. Viajar le revolvía las tripas, y ellas tenían un pintoresco modo de demostrarlo.
    Pudo alzar la vista minutos despues, para ver su rostro en el espejo. Pálido, trató de reconocer sus rasgos en el turbulento espejo. No recordó lo que había comido, pero ahora parte de eso se encontraba atrapada en el piercing de su labio.
    -- No puedes evitarlo, ¿cierto, viejo perro? -se dijo a sí mismo, dándose palmadas condecendientes en su mejilla-. Tenías que redecorar otro baño más. El vandalismo corre por tus venas.

    Aterrizó sentado en el plástico inodoro de coloridas nebulosas, y allí esperó a la gente apresurada que forcejea para salir primeros, y luego camina pacíficamente mirando las vidrieras llenas de chucherías del aeropuerto. Cuando el bullicio acabó, se escabullió hacia la salida evitando las miradas del personal.
    -- Que tenga usted un buen día -le deseó una aeromoza.
    -- Sí, como sea. Asegúrense de volver limpiar el baño, es un completo desastre -dijo bruscamente, respirando la primera bocanada de aire de su tierra natal.

    Siguió caminando hacia la salida al ritmo de su reproductor, y vió el fatídico paisaje de cursilería que podría hacerlo vomitar. Eso sería, si aún tuviese algo en su estómago.

    "Goldberg", "Alexander", "Anna".

    Todos esos nombres en carteles de bienvenida. ¡Eso lo hacían en las estúpidas películas! ¿Acaso no saben quién carajo es el que esperan?

    "Dmitri", "Maria".

    Fantaseaba con presentarse bajo alguno de los nombres en los carteles, sólo para ver que le deparaba a ese individuo en particular. Podrían estar buscándolo para cerrar un trato millonario, llevarlo con su familia, o simplemente asesinarlo. Lograba convencerse, entonces, que no valía el esfuerzo.
    El único cartel que llamó verdaderamente su atención fue aquel que decía "IMBÉCIL", sostenido por una jóven de cabello corto y rojo rabioso, de aspecto desalineado. Sin ninguna duda cumplía con los requisitos del cartel, por lo que caminó a su encuentro respondiendo a su llamado.

    -- ¿Qué miras, marica? -dijo ella.
    -- La tercer palabra que me dices en un año sin verme es un insulto. Qué inesperado de ti, hermana.

    Una mano le cruzó la cara, y Niko sintió el oxidado sabor a sangre en el interior de su labio, junto a su arete. Luego, el fraternal abrazo del encuentro.

    -- ¿Qué es ese olor? -preguntó ella, alejándolo un poco.
    -- Lo que almorcé esta mañana, antes de salir. Te guardé un poco.

    Lo apartó completamente y en uno de sus ataques de rabia se fue caminando velozmente, insultándolo en su lengua madre, volteando de a ratos para asegurarse que lo seguía.

Corporación

Publicadas por A.Cid
    La jodida multinacional. Sus políticas humanamente incorrectas le permitían adquirir el dinero suficiente para sobrevivir absteniendose de toda comodidad. La comida congelada, los procedimientos, las insignias. La higiene, oh, la higiene. Los paranoicos rituales anti-gérmenes. El fulano que invento todo eso debía estar terriblemente mal de la cabeza. Cada cosa que las personas ingerían tenía una cruda y oscura realidad. La carne era un amasijo de nudos proteicos. Las papas, otro vegetal más barato proveniente de asia. La gaseosa ciertamente no era gaseosa.

    El letrero en la pared le recordaba punzantemente que debía sonreir. "Si no es atendido con una sonrisa, su pedido es gratis. El cliente siempre tiene la razón". Todo su esfuerzo estaba puesto en mantener constantemente en su cara ese gesto que la hacía sentir sumamente idiota, la mueca completamente rígida, falsa y necesaria. La hipocresía en su esplendor. Nadie allí era feliz, y en algunos momentos particulares en el día la gente se atiborraba para conseguir una bandeja de esa basura. Cada uniformado los recibía mostrando sus dientes como animales, indicando a cada cliente dónde dirigirse, aconsejándolos en sus pedidos. No existían los puestos fijos, y todos debían rotar sus posiciones una vez a la semana. Esto aseguraba que nadie sea indispensable, y que todos sepan reemplazar a la persona que se encuentra a su lado.

    Se encontraba en la cocina ese día, tarea que prefería antes que lidiar con cada persona hambrienta de la ciudad esperando nerviosamente saciar sus necesidades. Los encargados reiteradas veces le remarcaban su desalineamiento. Las líneas rojas de cabello que escapaban de su redecilla. El arete en su nariz asomándose por debajo de la cinta hipoalergénica. El tatuaje de un cráneo llameante espiando por el escote de su camisa. No le importaba en lo absoluto. Era la más rápida con la freidora y el apiñamiento de ingredientes. La única en desobedecer explícitamente a sus superiores. La única con carácter.

    El bullicio de una estampida de niños irrumpió en el lugar. Todos los uniformados se volvieron a sus formaciones de batalla, y ella supo que iban a pasarla a las trincheras. La maldita caja registradora. Los pequeños no fueron problema, todos pedían lo que había sido meticulosamente diseñado para ellos (exactamente lo mismo pero con una tiesa pieza de plástico hecha en taiwan simulando un juguete). Los profesores que los acompañaban daban mayor trabajo, y como siempre solía pasar, a ella le tocaban los más obsesivos de la comida chatarra.

    -- Hola, mi nombre es Katerina. ¿En qué puedo servirle?
    -- Ehh- sí, sí. Q-quería un c-combo s-s-seis.
    -- Lo siento señor, pero ya no lo vendemos más -dijo la tiesa sonrisa-. Puedo ofrecerle uno similar-
    -- N-n-no puede ser. Ayer ordené uno a esa chica -señaló la pequeña persona de traje, acomodándose los gruesos lentes.
    -- Desde hoy ya no lo servimos, pero puede pedir-
    -- P-p-pero yo ayer compré uno -interrumpió indignado-, ¿cómo puede ser que d-d-desaparezca del menú de un d-dia al s-s-siguiente?

    Ahora, este personaje la había hecho empezado a sudar y su imitación de sonrisa temblaba de tensión. Ella detestaba a estos personajes de la vida cotidiana. Su obstinación competía con la suya propia y eso era algo que no se dignaba a aceptar. Katerina gozaba de poca paciencia en términos generales, e interactuar con gente la disminuía con facilidad. El destino no quizo que ella esté preparada para cargar con problemas ajenos y el hombrecito con sus nervios y su ronca voz tartamudeante la estaban exasperando.

    -- Hay múltiples opciones similares, si se fija en el combo-
    -- N-n-no me i-interesa. Q-quiero lo mismo que ayer.
    -- ¡Es el mismo maldito combo con otro nombre, tartamudo de mierda!

    Ese hombre acababa de obtener un menú completo gratis.

Marionetista

Publicadas por A.Cid
    Apaciblemente, espiaba por los vidrios empañados el hormiguero de autos en la hora pico, cuando todos salían de las madrigueras a sus monótonas vidas diurnas. Desde esa altura, cualquiera podría jugar a ser un dios que juega con esas diminutas figuras que se mueven letárgicamente por el asfalto. Saber qué cruzaba por la cabeza de cada uno era cuestión de práctica y de conocer la suficiente cantidad de personas como para hacer una estadística.

    Niko tenía una habilidad sumamente precisa para conjeturar sobre la vida de otras personas, sonsacarle cada vicio y virtud, cada pasión, cada repulsión. En minutos podía tener la confianza de cualquiera en la palma de sus manos sin ningún esfuerzo; es por eso que su cuenta bancaria poseía en su saldo una más que generosa cantidad de ceros. Entendió siempre que el humano es un ser sumamente egocéntrico, que gusta de oir constantemente lo que desea, que disfruta que lo halaguen y alaben como él cree que merece. La misma cultura de la humanidad ha sido siempre completamente autocentrada: la vasta mayoría de los dioses venerados por los mortales son antropomorfos, y disponemos de todo un arsenal de monumentos rindiendo culto a nuestra imágen.

    Nikolai Petrov sabía todo eso, y lo usaba para vivir como deseaba en donde sea que se encuentre. En su vida entera no había movido un dedo para generar la pequeña fortuna que poseía. Si existían humanos allí, él endulzaría sus oidos, ganaría su confianza incondicional y subiría de posición a velocidad vertiginosa sin importar cuanta gente quede al costado del camino. Sería un insulto para él decir que era un mentiroso hábil, y aun más llamarlo un mero adulador; era una suerte de de controlador, de manipulador que manejaba las vidas de todos a su alrededor. Del mismo modo que un marionetista, creaba bellas fantasías en cada nuevo lugar al que iba, y con ellas, una vida completamente falsa. Tarde o temprano, rompería la ilusión con alguna persona en la que confió demasiado, una fémina traicionera que arrebataba su identidad temporal y la hacía añicos. Una mujer siempre desenmascaraba al frío y calculador Petrov, y lo dejaba desnudo.

    Todo el asunto del hombre de las mil caras debía acabar, pues se estaba haciendo insoportablemente doloroso. Ese invierno, él se encontraba escudriñando todos los camisados que caminaban debajo por la acera, con una taza de café negro humeando en sus manos y eligiendo la música adecuada para dejarse morir lentamente.

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