Marionetista

Publicadas por A.Cid
    Apaciblemente, espiaba por los vidrios empañados el hormiguero de autos en la hora pico, cuando todos salían de las madrigueras a sus monótonas vidas diurnas. Desde esa altura, cualquiera podría jugar a ser un dios que juega con esas diminutas figuras que se mueven letárgicamente por el asfalto. Saber qué cruzaba por la cabeza de cada uno era cuestión de práctica y de conocer la suficiente cantidad de personas como para hacer una estadística.

    Niko tenía una habilidad sumamente precisa para conjeturar sobre la vida de otras personas, sonsacarle cada vicio y virtud, cada pasión, cada repulsión. En minutos podía tener la confianza de cualquiera en la palma de sus manos sin ningún esfuerzo; es por eso que su cuenta bancaria poseía en su saldo una más que generosa cantidad de ceros. Entendió siempre que el humano es un ser sumamente egocéntrico, que gusta de oir constantemente lo que desea, que disfruta que lo halaguen y alaben como él cree que merece. La misma cultura de la humanidad ha sido siempre completamente autocentrada: la vasta mayoría de los dioses venerados por los mortales son antropomorfos, y disponemos de todo un arsenal de monumentos rindiendo culto a nuestra imágen.

    Nikolai Petrov sabía todo eso, y lo usaba para vivir como deseaba en donde sea que se encuentre. En su vida entera no había movido un dedo para generar la pequeña fortuna que poseía. Si existían humanos allí, él endulzaría sus oidos, ganaría su confianza incondicional y subiría de posición a velocidad vertiginosa sin importar cuanta gente quede al costado del camino. Sería un insulto para él decir que era un mentiroso hábil, y aun más llamarlo un mero adulador; era una suerte de de controlador, de manipulador que manejaba las vidas de todos a su alrededor. Del mismo modo que un marionetista, creaba bellas fantasías en cada nuevo lugar al que iba, y con ellas, una vida completamente falsa. Tarde o temprano, rompería la ilusión con alguna persona en la que confió demasiado, una fémina traicionera que arrebataba su identidad temporal y la hacía añicos. Una mujer siempre desenmascaraba al frío y calculador Petrov, y lo dejaba desnudo.

    Todo el asunto del hombre de las mil caras debía acabar, pues se estaba haciendo insoportablemente doloroso. Ese invierno, él se encontraba escudriñando todos los camisados que caminaban debajo por la acera, con una taza de café negro humeando en sus manos y eligiendo la música adecuada para dejarse morir lentamente.

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