Corporación

Publicadas por A.Cid
    La jodida multinacional. Sus políticas humanamente incorrectas le permitían adquirir el dinero suficiente para sobrevivir absteniendose de toda comodidad. La comida congelada, los procedimientos, las insignias. La higiene, oh, la higiene. Los paranoicos rituales anti-gérmenes. El fulano que invento todo eso debía estar terriblemente mal de la cabeza. Cada cosa que las personas ingerían tenía una cruda y oscura realidad. La carne era un amasijo de nudos proteicos. Las papas, otro vegetal más barato proveniente de asia. La gaseosa ciertamente no era gaseosa.

    El letrero en la pared le recordaba punzantemente que debía sonreir. "Si no es atendido con una sonrisa, su pedido es gratis. El cliente siempre tiene la razón". Todo su esfuerzo estaba puesto en mantener constantemente en su cara ese gesto que la hacía sentir sumamente idiota, la mueca completamente rígida, falsa y necesaria. La hipocresía en su esplendor. Nadie allí era feliz, y en algunos momentos particulares en el día la gente se atiborraba para conseguir una bandeja de esa basura. Cada uniformado los recibía mostrando sus dientes como animales, indicando a cada cliente dónde dirigirse, aconsejándolos en sus pedidos. No existían los puestos fijos, y todos debían rotar sus posiciones una vez a la semana. Esto aseguraba que nadie sea indispensable, y que todos sepan reemplazar a la persona que se encuentra a su lado.

    Se encontraba en la cocina ese día, tarea que prefería antes que lidiar con cada persona hambrienta de la ciudad esperando nerviosamente saciar sus necesidades. Los encargados reiteradas veces le remarcaban su desalineamiento. Las líneas rojas de cabello que escapaban de su redecilla. El arete en su nariz asomándose por debajo de la cinta hipoalergénica. El tatuaje de un cráneo llameante espiando por el escote de su camisa. No le importaba en lo absoluto. Era la más rápida con la freidora y el apiñamiento de ingredientes. La única en desobedecer explícitamente a sus superiores. La única con carácter.

    El bullicio de una estampida de niños irrumpió en el lugar. Todos los uniformados se volvieron a sus formaciones de batalla, y ella supo que iban a pasarla a las trincheras. La maldita caja registradora. Los pequeños no fueron problema, todos pedían lo que había sido meticulosamente diseñado para ellos (exactamente lo mismo pero con una tiesa pieza de plástico hecha en taiwan simulando un juguete). Los profesores que los acompañaban daban mayor trabajo, y como siempre solía pasar, a ella le tocaban los más obsesivos de la comida chatarra.

    -- Hola, mi nombre es Katerina. ¿En qué puedo servirle?
    -- Ehh- sí, sí. Q-quería un c-combo s-s-seis.
    -- Lo siento señor, pero ya no lo vendemos más -dijo la tiesa sonrisa-. Puedo ofrecerle uno similar-
    -- N-n-no puede ser. Ayer ordené uno a esa chica -señaló la pequeña persona de traje, acomodándose los gruesos lentes.
    -- Desde hoy ya no lo servimos, pero puede pedir-
    -- P-p-pero yo ayer compré uno -interrumpió indignado-, ¿cómo puede ser que d-d-desaparezca del menú de un d-dia al s-s-siguiente?

    Ahora, este personaje la había hecho empezado a sudar y su imitación de sonrisa temblaba de tensión. Ella detestaba a estos personajes de la vida cotidiana. Su obstinación competía con la suya propia y eso era algo que no se dignaba a aceptar. Katerina gozaba de poca paciencia en términos generales, e interactuar con gente la disminuía con facilidad. El destino no quizo que ella esté preparada para cargar con problemas ajenos y el hombrecito con sus nervios y su ronca voz tartamudeante la estaban exasperando.

    -- Hay múltiples opciones similares, si se fija en el combo-
    -- N-n-no me i-interesa. Q-quiero lo mismo que ayer.
    -- ¡Es el mismo maldito combo con otro nombre, tartamudo de mierda!

    Ese hombre acababa de obtener un menú completo gratis.

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